Arte con Raíz Universitaria: El Camino de un Maestro Formado en la UNT

Por Leonela Ruiz

Con una carrera marcada por la pasión y la constancia, Alejandro Contreras Moiraghi, un artista forjado en las aulas de la Universidad Nacional de Tucumán ha dejado una huella profunda en el panorama cultural. Su obra, tan extensa como enigmática, guarda secretos que revelan una visión única. En esta nota, exploramos su trayectoria, influencias y las claves que forjaron su identidad creativa.

¿Cuándo y cómo nació tu vínculo con el arte?

Mi vínculo con el arte nació muy temprano, casi de manera orgánica. Me sumergía en ese espacio de creación con tanta intensidad que luego me costaba reincorporarme a las demás materias. Era como entrar en otro tiempo, uno más lento, más íntimo, donde podía ser yo sin restricciones. Esa sensación de libertad, de inmersión total, fue mi primer contacto real con el arte, aunque en ese momento no pudiera ponerle nombre.

Más tarde, en la secundaria, llegó un giro inesperado y decisivo: mi madre me inscribió en la Escuela de Bellas Artes de la UNT. Pasé de un colegio católico sumamente estructurado a un entorno donde la diversidad, la pluralidad y la expresión libre eran el eje central. Ese cambio no solo transformó mi formación artística, sino también mi forma de entender la vida.

¿Qué experiencias marcaron tu formación como artista?

Mi paso por la Facultad de Artes fue fundamental. Especialmente en el taller de grabado, donde se respiraba un clima de comunidad y laboratorio. Aprendíamos unos de otros, en un constante ida y vuelta entre prueba, error y reflexión. Esa dinámica era profundamente formativa. El grabado, con su carga técnica, su precisión y sus tiempos, me enseñó a tener paciencia y a confiar en los procesos. Allí también compartí aula con una camada de artistas excepcionales, con quienes establecimos una sana competencia que nos empujaba a superarnos constantemente. Esa exigencia nos preparó para el mundo exterior, para salir a la calle, al circuito, al vértigo del arte profesionalizado.

Antes de terminar la carrera, fui seleccionado para una beca de la Academia Nacional de Bellas Artes, que me permitió estudiar en Buenos Aires con Ana Eckell. Fue mi primer gran salto fuera de mi territorio, un encuentro con otro ritmo, otras preguntas. Luego vinieron las becas del Fondo Nacional de las Artes y la Fundación Antorchas.

¿Cómo influyen la identidad y el territorio en tu obra?

Mi obra es inseparable de mi contexto. No puedo producir sin tener presente la calle que camino, la gente que observo, los gestos cotidianos que me rodean. La territorialidad no es solo un dato geográfico, es un mapa simbólico que te atraviesa, que te define. Soy profundamente observador. Me interesa cómo se comportan las personas, qué hacen, qué omiten. Y desde ahí, imaginar lo que piensan. Porque todos pensamos desde algún lugar, desde una cultura, una historia, una costumbre.

Mi producción es como un diario visual. Cada obra parte de lo cotidiano, de escenas mínimas que resignifico desde el arte. Trabajo en series, y cada pieza, aunque única, tiene una especie de resonancia con la anterior y la siguiente. Como si fueran capítulos de un libro, o viñetas de un cómic: una lleva a la otra. Me interesa esa construcción narrativa entre obras, ese hilo invisible que las conecta.

Además, he tenido la suerte de viajar y exponer en diversos países. Esas experiencias enriquecen profundamente mi práctica. Me permiten contrastar costumbres, descubrir puentes insospechados. En febrero, por ejemplo, realicé una muestra individual en Singapur. Pasé un mes allí, produciendo en un entorno radicalmente diferente al mío. Fue fascinante construir un submundo híbrido, donde los gestos históricos de Tucumán dialogaban con el ritmo urbano y la estética de Singapur. Ahí entendí que el territorio también puede ser móvil, que se puede expandir, mezclar, reinventar.

¿Qué lugar ocupan los materiales en tu obra?

El material nunca es neutro. No me interesa trabajar con materiales “puros” o estandarizados. Busco que el soporte tenga sentido, que cuente algo incluso antes de intervenirlo. Por ejemplo, no es lo mismo pintar sobre un bastidor comprado que sobre un zapato usado por mi madre. Ese zapato ya trae consigo una historia, un desgaste, un recorrido. Esa huella convierte al objeto en algo vivo, cargado de memoria.

Me interesa pensar los materiales como cuerpos que dialogan, que cargan símbolos. En mis obras hay pintura, pero también escultura, objetos, instalaciones. Me muevo libremente entre disciplinas porque siento que cada idea necesita su propio lenguaje. A veces una imagen no alcanza, y ahí aparece el objeto, el volumen, la escena.

¿Cómo describirías la evolución de tu obra con el paso del tiempo?

No creo en las rupturas tajantes ni en los giros espectaculares. En mi caso, la evolución ha sido más bien silenciosa, casi subterránea. Lo que hago hoy guarda una conversación íntima con lo que hacía hace diez o quince años. Me interesa volver al pasado, releerme, revisitar obras anteriores como quien recorre un álbum familiar. Eso no es nostalgia, es conciencia de proceso.

Trabajo con un personaje que me ha acompañado desde mis inicios. No ha cambiado en su morfología, pero sí en su entorno. Como el ser humano, que a lo largo de millones de años mantuvo su forma básica, pero cambió su mundo, su modo de vivir. Ese personaje se adapta, observa, muta en contexto. Es mi testigo y mi espejo. A veces, al volver sobre él, encuentro nuevas preguntas. Y desde ahí nace una nueva obra.

¿Qué estás desarrollando actualmente?

Estoy trabajando en una exposición individual que inaugura el 3 de julio en la Galería Radar, en Yerba Buena. Es muy especial para mí porque hace más de diez años que no realizo una muestra individual en Tucumán. Hay una carga emocional fuerte, un deseo de volver a mi territorio desde otro lugar, con una mirada más madura.

La muestra gira en torno a lo cotidiano: escenas simples, casi invisibles, que resignifico a través del humor y la ironía. Habrá instalaciones, esculturas, objetos y pinturas. Busco construir una especie de “teatro de lo diario”, donde lo aparentemente banal se convierte en protagonista. Es una obra que quiere invitar a mirar distinto.

¿Qué rol creés que cumple el artista en la sociedad actual, especialmente en el norte argentino?

El rol del artista es, ante todo, el de un comunicador sensible. Tenemos la responsabilidad de generar puentes entre mundos: el mundo interior y el colectivo, el visible y el invisible. No se trata solo de mostrar imágenes, sino de provocar pensamiento, de activar memorias, de abrir espacios.

En el norte hay una fuerza creativa inmensa. Hay historia, pero también muchas historias. Hay voces que merecen ser amplificadas. Y lo más interesante es que cada vez más artistas jóvenes entienden que el camino no es individual, sino colectivo. Que el arte se construye en diálogo, en red, en comunidad.

¿Qué consejo les darías a las nuevas generaciones de artistas?

Les diría lo que les repito a mis alumnos todo el tiempo: sean auténticos. No corran detrás de tendencias vacías. Sostengan el pensamiento crítico, interróguense todo el tiempo. Pero sobre todo, construyan identidad. No solo personal, sino colectiva. Investiguen con pasión. Y si pueden, al menos una vez por semana, deténganse a pensar desde dónde crean, desde qué lugar, desde qué herencia, desde qué deseo.

El arte es un acto de libertad. Y esa libertad hay que ejercerla con conciencia, con profundidad, con alegría. Porque crear es, al fin y al cabo, habitar el presente con memoria y con deseo.

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